Ir al contenido principal

Carta a un mal suicida

Esta imagen la robé de un sitio llamado Diario Frontera.
Un día estás en la madrugada pensando en cuán miserable es tu vida mientras ves un infomercial sobre aparatos que prometen hacerte cocinar mejor que el mismísimo Massimo Bottura, viendo de reojo Twitter, haciéndote el invisible en Facebook y esperando que termine de descargarse una película que esperas ver si es que el insomnio decide atacar de nuevo.

“Si tuviera un trabajo, al menos tendría una razón para obligarme a dormir y un motivo para despertar”, te dices en voz bajita. Luego caes en cuenta que, aunque tuvieras empleo, no serviría de nada porque ya es domingo y los domingos no se trabaja. 

Otra vez, lo más interesante que hiciste el sábado fue salir por el periódico, saludar al perro de tu vecino y meter al horno de microondas tu comida. También hiciste cosas arriesgadas: prendiste el boiler, saliste a las 10 pm a comprar cigarros y seguiste haciéndote ilusiones con esa persona que ya te dejó más que claro que no quiere nada más que una relación amistosa contigo. 

Las únicas muestras de cariño que recibiste en el día fue ese lengüetazo que te dio Charles -el perro del vecino- y el movimiento de aletas de Cirilo –tu pez- cuando le diste de comer. 

No es que merezcas más, acéptalo: has sido un hijo de puta. ¿Recuerdas por qué empezaste a fumar? Ni tu familia te quería. Es muy probable que sigan viéndote como un desconocido. Y tal vez tienen razón. No te conocen. ¿Tú te conoces? ¿te reconoces? 

Has cambiado mucho, algunas cosas por voluntad propia y otras tantas porque lo que muchos llaman “vida” te ha obligado. Lo importante es que no te arrepientes… todavía. 

Luego del recuento, te dices en voz más alta y entusiasmada “quizás todo es cuestión de actitud”. Seguro sí. El problema es que tú la perdiste desde hace mucho tiempo y ese discurso te lo repites todos los domingos en las madrugadas. 

Intentas prender un cigarro pero te das cuenta que, otra vez, perdiste el encendedor. Ni modo, a prenderlo como lo hacían tus abuelos: con cerillos. O, al menos, eso te han platicado, porque no tuviste el gusto de conocerlos.

Imagen robada de Caraota Digital.
El optimismo del dichoso cambio de actitud se derrumba al mismo tiempo que tu Delicado se va consumiendo y vuelves a sentir esa inexplicable tristeza que poco a poco se va convirtiendo en enojo, después en lástima y termina en nada. Ya no sientes nada por ti. Ni asco.

“Ahora sí, hasta aquí”, piensas. Y comienzas a prepararte para dar el paso final. Buscas una navaja para cortarte las venas, pero “que forma tan dramática de morir… además qué asco limpiar el mugrero que dejará mi sangre”, piensas.

Otra opción sería colgarte, pero lo único que tienes a la mano es el lazo del cual tiendes tu ropa; es de un color muy llamativo. Seguramente tu cadáver se vería bastante ridículo colgado de algo así. Olvídalo.

“Ni modo, a empastillarme”, susurras. Buscas algo en el botiquín y sólo encuentras algodón, curitas, dos aspirinas y un frasco de benzocaína. Vaya mierda.

Te resignas. Regresas derrotado a ese lugar del que saliste decidido. Ahora en la tele está por enésima vez ese programa del mago enmascarado que revela como hacer trucos. Te quedas viéndolo aunque ya te lo sepas de memoria. 

Recuerdas que en el refrigerador tienes cervezas, así que vas por una; la destapas con el encendedor que creías perdido y en realidad sólo estaba escondido porque, al parecer, no quería ser testigo de uno más de tus fracasos.

Enciendes otro cigarro, volteas a la computadora y descubres un par de mensajes. Los contestas de buena gana y sientes la necesidad de contarle a alguien lo que acaba de suceder. Sus mensajes te hicieron reír y tú piensas pagarle con una aburrida historia sobre como fallar un intento de suicidio. Olvídalo, qué flojera.

Pero tienes que sacarlo de algún modo, así que abres un nuevo documento de Word y comienzas a teclear. A pesar de lo miserable que parezca el hecho de escribir una carta dirigida a ti mismo, piensas que, de algún modo, eso sirve para desahogar tu frustración. Quién sabe, el mundo está tan loco que igual y hasta terminan publicándola en alguna revista digital.

El rostro te cambia; vas por otra cerveza y enciendes un cigarro más. “Quizás sea más probable que muera por un enfisema pulmonar o una congestión alcohólica que suicidándome” piensas. Te sientes más calmado. 

Comienzas a sentir sueño, eso sí que es novedad. Es probable que, así como regresó el encendedor y la necesidad de dormir, haya regresado cierto chispazo de optimismo. Piensas que por algo pasan las cosas y si no lograste terminar con tu vida, es porque tienes que seguir viviendo.

Alcanzas a percibir la esperanza de que quizás cuando despiertes algo va a cambiar o, simplemente, algo te va a sorprender. Sí, seguro algo pasará. Es más, posiblemente despiertes con una actitud animosa y seas tú quien provoque ese algo que hará que tenga sentido el seguir en el plano terrenal. Sí eso pasará.

Ahora lo mejor es que dejes de escribir, apagues la televisión, le des el último trago a tu cerveza y enciendas un último cigarro. Luego ve a lavarte los dientes, acuéstate e intenta pensar en aquello que te hizo reír o por lo menos sonreír en el día. Por mínimas que sean, te ayudarán a dormir mejor. 

Anda, disfruta la madrugada. Cuando despiertes descubrirás si fuiste un cobarde por no matarte o un valiente por seguir con vida. Pero, cualquiera que sea la respuesta, no te la creas. Recuerda que casi siempre te equivocas. 

¿Ya te arden los ojos, cierto? Bien, guarda esto y ciérralos. Dulces sueños. Aunque a veces no parezca y haya intentado matarte, te quiero. 

Hasta pronto.

Comentarios

Otros visitantes también leyeron esto:

Calaverita para #Viajefest

Como a una caña

Miedo a ser feliz